Te
veo arder, observo como te quemas poco a poco y te retuerces de dolor, mientras
gritas por un poco de piedad. Piedad que no llegará.
Desde mi trono de cabezas, de idiotas que se creyeron igual de hábiles que tú, disfruto el dolor que te provocan tus acciones, tus mentiras, tu ego inflado, tu estúpida forma de ser y la gran estima que te tienes, cuando la realidad es que no dejas de ser un sujeto más en esta miserable vida.
Gritas y te quejas tanto, el tipo que me decía hola con una sonrisa espectacular y jugaba a ser interesante, no deja de llorar y sinceramente ya me aburriste. Con un movimiento de mi mano detengo el fuego que quema tus entrañas, quiero oír lo que tienes que decir, ver con que frases intentarás convencerme de que no te mereces lo que te pasa.
El sufrimiento, las llamas de las que eres preso, desaparecen tan rápido que te provoca un dolor inmenso, aunque sólo dura un segundo. Es lo que siempre le pasa a los imbéciles como tú, se acostumbran tanto y tan rápido a la mala vida, a la mierda; que cuando son liberados, cuando los eximes, les duele.
—Basta… —me dices con una muy entrecortada voz, que gran diferencia con el tono alegre y seguro, con el que te acercaste a mí la primera vez.
¿Eso es todo? Te libero y eso es todo lo que me vas a decir: basta. Un mediocre más que adornará mi trono, no sirves ni para suplicar, ni para ser valiente. Levanto mi mano en el aire y tus ojos se llenan de terror, es entonces cuando te pones a llorar. Diviérteme un poco.
—Por favor. Ya no puedo más… Por favor, lo lamento. Perdón, no sabes cuánto lo siento —gritas, sollozas y te arrastras hasta mi trono.
¡Qué patético! Pedir perdón cuando no sabes la razón, que estupidez. Bajo mi mano y las suplicas se vuelven agradecimiento. Que fácil es engañar a un tonto. Que decepción tan grande me provocas. Bajo de mi trono y camino hacia ti, tus ojos son una mezcla de esperanza y victoria, y yo que pensé que serías más interesante que los demás. Te arrastras y tomas mi pie con tu podrida mano. En vez de alejarte, de darte una patada, como te lo mereces; me agacho y pongo mi mano en tu mejilla.
—Pobre…
—Perdón, de verdad no quise hacerlo — me repites de nuevo.
—¿De verdad lo sientes?
—Sí. No sabes cómo lamento… —tu voz se hace más fuerte, más segura, como el de cualquier perdedor que cree que va a ganar.
—¿Qué lamentas?
—Haberte lastimado, no quise…
Tomo tu rostro con mis dos manos y te miro a los ojos, mientras mis dedos se llenan de tu sangre, de tu sudor y de tus ridículas lágrimas.
—Mi pobre bebé, sé que lo lamentas —te digo y sello nuestra historia con un último beso—, y por eso vas a aceptar tu castigo como un hombre.
Desde mi trono de cabezas, de idiotas que se creyeron igual de hábiles que tú, disfruto el dolor que te provocan tus acciones, tus mentiras, tu ego inflado, tu estúpida forma de ser y la gran estima que te tienes, cuando la realidad es que no dejas de ser un sujeto más en esta miserable vida.
Gritas y te quejas tanto, el tipo que me decía hola con una sonrisa espectacular y jugaba a ser interesante, no deja de llorar y sinceramente ya me aburriste. Con un movimiento de mi mano detengo el fuego que quema tus entrañas, quiero oír lo que tienes que decir, ver con que frases intentarás convencerme de que no te mereces lo que te pasa.
El sufrimiento, las llamas de las que eres preso, desaparecen tan rápido que te provoca un dolor inmenso, aunque sólo dura un segundo. Es lo que siempre le pasa a los imbéciles como tú, se acostumbran tanto y tan rápido a la mala vida, a la mierda; que cuando son liberados, cuando los eximes, les duele.
—Basta… —me dices con una muy entrecortada voz, que gran diferencia con el tono alegre y seguro, con el que te acercaste a mí la primera vez.
¿Eso es todo? Te libero y eso es todo lo que me vas a decir: basta. Un mediocre más que adornará mi trono, no sirves ni para suplicar, ni para ser valiente. Levanto mi mano en el aire y tus ojos se llenan de terror, es entonces cuando te pones a llorar. Diviérteme un poco.
—Por favor. Ya no puedo más… Por favor, lo lamento. Perdón, no sabes cuánto lo siento —gritas, sollozas y te arrastras hasta mi trono.
¡Qué patético! Pedir perdón cuando no sabes la razón, que estupidez. Bajo mi mano y las suplicas se vuelven agradecimiento. Que fácil es engañar a un tonto. Que decepción tan grande me provocas. Bajo de mi trono y camino hacia ti, tus ojos son una mezcla de esperanza y victoria, y yo que pensé que serías más interesante que los demás. Te arrastras y tomas mi pie con tu podrida mano. En vez de alejarte, de darte una patada, como te lo mereces; me agacho y pongo mi mano en tu mejilla.
—Pobre…
—Perdón, de verdad no quise hacerlo — me repites de nuevo.
—¿De verdad lo sientes?
—Sí. No sabes cómo lamento… —tu voz se hace más fuerte, más segura, como el de cualquier perdedor que cree que va a ganar.
—¿Qué lamentas?
—Haberte lastimado, no quise…
Tomo tu rostro con mis dos manos y te miro a los ojos, mientras mis dedos se llenan de tu sangre, de tu sudor y de tus ridículas lágrimas.
—Mi pobre bebé, sé que lo lamentas —te digo y sello nuestra historia con un último beso—, y por eso vas a aceptar tu castigo como un hombre.
Tus ojos se llenan de terror y vuelves a arder. Me doy la media vuelta y regreso a mi trono, mientras escucho de nuevo tus gritos. No, no eres un hombre, sólo un patético intento de hombre.
Zaslove, La Maldita Roja
Código de registro: 1904120630781
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